miércoles, 3 de agosto de 2011

EL LAGO Y SU ENSEÑANZA

J. Krishnamurthi




Estando en la orilla que daba a un parque muy bien cuidado, uno se encontraba muy cerca del agua. Esas aguas no estaban contaminadas en absoluto, y su textura y belleza parecían entrar en uno mismo. Se podía percibir su frescura en el aire perfumado por su verde pasto y uno se sentía ser parte de todo ello -de la corriente que se movía lento y de las siluetas que se reflejaban en la profunda quietud de sus aguas.



Lo más extraordinario era ese sentimiento de afecto -no por algo o por alguien en particular sino más bien por un sentido de plenitud, de algo que se podía llamar amor. Lo único que parecía tener importancia o sentido era poder ahondar en sus profundidades, no con nuestra pequeña y mezquina mente y sus inacabables pensamientos balbucientes sino en ese silencio que es el único medio o instrumento que puede penetrar en aquello que escapa a la mente contaminada.



No sabemos lo que es el amor; tan sólo conocemos sus síntomas -el goce, el dolor, el temor y la ansiedad que todo eso nos produce-. Tratamos de solucionar los problemas que esos síntomas nos ocasionan, y todo eso se torna un vagar en la oscuridad, y así pasamos nuestros días y nuestras noches ¡y pronto todo termina en la muerte!



Parados ahí en la orilla del lago, mirando la belleza de sus aguas, sentimos que lo único que podría resolver los problemas humanos, los de las instituciones y las relaciones del hombre con el hombre -que es lo que constituye la sociedad- y para que todo encontrara su lugar justo, sería que en silencio dejáramos que eso que se llama amor penetrara en nosotros.



Mucho se ha hablado del amor. No hay un solo joven que no haya dicho alguna vez a alguna mujer que la ama. También los políticos han jugueteado con esa palabra. Realmente la hemos estropeado y recargado de mucho sinsentido. La hemos llenado de nuestra propia esencia y mezquindad. En este estrecho y pequeño contexto tratamos de encontrar lo otro y penosamente volvemos a nuestra confusión y miseria cotidianas.

Pero ese amor estaba ahí en el agua, en todo lo que nos rodeaba -en la hoja, en el pato que trataba de engullir un gran pedazo de pan, en la mujer coja que pasaba ante nosotros. No era una identificación romántica ni una racionalización verbal, astuta. Sin embargo, estaba ahí, tan palpable y evidente como estaba ese coche o ese barco en el agua.



Ese amor es lo único que podría darnos una respuesta a todos nuestros problemas -no una respuesta, puesto que entonces no habría problemas, ya que tenemos problemas de toda índole porque tratamos de resolverlos sin amor, y por consiguiente éstos se multiplican y se acrecientan.



No podemos acercarnos al amor ni asirlo; pero algunas veces, cuando nos detenemos por un camino o en un lago, al mirar una flor o un árbol, al ver a un labriego que ara su tierra -si uno permanece silencioso, no envuelto en sus propios sueños o en su aburrimiento sino en un estado intenso de silencio-, quizá eso llegue a nosotros.



Y cuando nos llegue no hay que querer atesorarlo como si fuese tan sólo una experiencia que queremos asir. Una vez que nos haya tocado eso ya nunca volveremos a ser iguales. Dejen que eso opere en vez de que actúe su propia codicia o su justa indignación social. Ese amor es en verdad algo muy salvaje e indómito y su belleza no es de manera alguna una cosa respetable.



Sin embargo, nunca lo deseamos en realidad porque tenemos el sentimiento de que puede ser algo muy peligroso.



Somos animales muy domesticados.



Nos rebelamos, sí, pero siempre dentro de una jaula que nosotros mismos nos hemos forjado con nuestros argumentos y disputas, con nuestros guías políticos tan absurdos, con nuestros gurús que nos explotan, y también con nuestras propias arrogancias, ya sean éstas refinadas o burdas.



Dentro de esa jaula puede existir anarquía o puede haber cierto orden que, a su vez, da cabida al desorden. Y todo esto ha persistido a lo largo de los siglos -la explotación, el retroceso con sus cambiantes patrones de estructuras sociales, quizá poniendo fin a la pobreza aquí y acullá.



Pero si anteponemos todo esto porque lo consideramos esencial, perderemos lo otro.



Algunas veces cuando se está solo -y si se tiene suerte- podrá llegar a nosotros en un instante, en el que vemos caer una hoja o al observar un árbol solitario a lo lejos en un camino sin nadie.



El lago era muy profundo, con encumbrados riscos en ambas laderas. Uno podía ver la boscosa orilla opuesta, con sus árboles cubiertos de hojas nuevas primaverales. Esa ribera del lago era más escabrosa y el follaje de los árboles quizá más tupido. Las aguas esa mañana estaban quietas y plácidas, de un azul verdoso. Era un lago muy bello y en él había cisnes y patos. De vez en cuando una barquichuela con sus pasajeros lo surcaba.